Kate Leone miró de reojo el reloj de la pared. Las 16.30 todavía. Llevaba solo tres semanas y aún no se había acostumbrado a las largas jornadas, que dependían de las necesidades de la empresa. Este día, 25 de marzo de 1911, llevaba casi diez horas trabajando y calculaba que, con suerte, aún tenía dos o tres horas por delante. Cuando el encargado pasó a su lado con su típica mirada de malas pulgas, redirigió la vista hacia la máquina de coser y siguió trabajando. Llevaba solo tres semanas en la fábrica y ya estaba harta. Odiaba coser y odiaba la fábrica.
Lo que de verdad le gustaba a Kate, de 14 años de edad, era dibujar. Sus padres decían que lo hacía muy bien. Los domingos, o incluso el resto de días tras la jornada laboral, si no estaba demasiado cansada, dedicaba largos ratos a practicar. Retrataba a miembros de su familia, a quienes luego regalaba sus dibujos, o a gente de la calle que llamaba su atención. Nueva York estaba repleta de gente de rostros interesantes y variados, resultado de las sucesivas oleadas de inmigración.
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